Olena había llegado de Vínnytsia
engañada por una red de trata. Le habían prometido un trabajo de secretaria
pero nada más llegar a España, le quitaron el pasaporte y la encerraron de un
bar de carretera a satisfacer a hombres de paso y vecinos de la zona. Tenía que
hacer una media de diez hombres al día si no quería que la dejaran sin comer o
la castigaran físicamente. El primer día, el dueño del bar la había violado y presumió
después ante la clientela de haber violado a una virgen por primera vez en
varios años.
La tenían
encerrada en aquel prostíbulo donde dos matones bastos y necios las vigilaban
día y noche. Con Olena no era necesario, porque ya se había rendido. Aunque
pudiera no se habría atrevido a volver a su casa pobre y deshonrada, después de
haber marchado del hogar anunciando que iba a triunfar y que volvería cargada
de dinero y regalos. Por la noche atendía a los clientes, que olían a grasa, a
gasoil, a sudor y le echaban un aliento
agrio de alcohol, tabaco y comida a medio digerir. Por el día, en la
cama, descansaba y lloraba acordándose de su casa, de su madre siempre rezando
a San Andrés patrón de Ucrania y su padre trabajando duro toda la semana y
llevándola a pasear los domingos con su vestido nuevo.
Olena era rubia,
de ojos intensamente azules y mirada perpetua de asombro. Los clientes, por el
aspecto físico empezaron a llamarla “la rusa”. Al principio ella insistía en
que era ucraniana, pero un día el dueño del bar le dio un puñetazo en el
estómago y le advirtió que si los clientes le decían “la rusa” ella tenía que
responder a ese nombre.
Cuando empezó la
guerra y las tropas de Putin invadieron su país, Olena seguía ávidamente las
noticias a través de una pequeña radio de transistores que un cliente le había
regalado a cambio de “un trabajo especial”, un francés completo que después la
hizo estar dos días sin comer y con revoltura de estómago. Pero el aparato de
radio la acompañaba en sus momentos de mayor tristeza.
Santiago era un
camionero grande, gordo y fanfarrón que solía ir por el bar de carretera dos
veces por semana, las dos veces que su ruta de transporte le llevaba a dormir
en la cabina del camión, que dejaba siempre en el aparcamiento trasero del bar.
Las chicas lo rehuían siempre que podían, porque se emborrachaba y se volvía exigente,
insultón y aún más asqueroso que la mayoría de los clientes.
Desde que empezó
la guerra tomó partido por Ucrania como lo podía haber tomado por Rusia, porque
no sabría situar a ninguna de las dos en el mapa. Pero le habían enseñado un
video del batallón Azov desfilando con sus banderas, sus armas, su simbología
nazi, sus cánticos destemplados y entonces tomó partido. Si le hubieran
enseñado un video de alguno de los grupos nazis rusos, seguramente habría
tomado partido por estos. Se consideraba igual que ellos.
Un viernes llegó
muy exaltado al bar. Vestía una camiseta del batallón Azov que había conseguido
por Internet y bebió dos gin-tonic casi sin respirar. En el momento que Olena
entró en el bar, procedente de los reservados del piso de arriba donde había
tenido que atender a un cliente, se encaró con ella y sin mediar palabra le dio
dos bofetones que le reventaron un labio y la hicieron sangrar por las narices:
-
Eso por
guarra, que todos los rusos sois unos asesinos.
A Olena la pilló por
sorpresa. Solo vio alzarse la pesada mano de Santiago enmarcada por la pulsera
con la bandera que siempre llevaba en la muñeca como un triste estandarte de su
ignorancia y sintió los golpes que le rompían el labio y la nariz. Solo acertó
a decir:
-
Pero si soy ucraniana – Y no pudo evitar que se
le saltaran las lágrimas.
Santiago no iba a permitir que un pequeño detalle le
arrebatara su momento de gloria.
-
Sois todos iguales – dijo tratando de poner todo
su desprecio en la frase.
El dueño del bar
se sintió obligado a intervenir:
-
Oye, Santiago. No me estropees la mercancía.
Mírala, hoy ya no podrá trabajar.
Santiago puso un billete de cincuenta euros en el mostrador y
dijo con chulería:
-
Cobra y quédate con la vuelta. Una puta rusa no
vale ni eso.
La mayoría de los clientes del bar estuvieron de acuerdo y el
dueño se dio por satisfecho con la indemnización.
Olena lloraba en
una esquina.
Imagen de Gerd Altmann en Pixabay Gracias
2 Comentarios
¿Dónde va todo ese dinero negro? ¿Y con qué empresas ficticias lo blanquean?
ResponderEliminarSeguro que esas empresas ficticias están más cerca de lo que nos imaginamos
EliminarAgradeceré tus comentarios aquí