Era un chucho sin pedigrí, sin raza y hasta sin padres
conocidos. Por no tener, ni siquiera tenía un nombre, porque nunca había
pertenecido a alguien que le quisiera lo suficiente para ponerle uno.
Vivía en la calle y buscaba la comida allí donde pudiera
encontrarla. A veces en la basura, si tenía suerte cazando algún ratón y si
algún humano se fijaba en él, intentaba conseguir que le diera algún bocado,
restos de la comida que los bípedos descartaban después de haberse alimentado.
Había sobrevivido gracias a su instinto de supervivencia y este le decía que
los mejores para tratar de conseguir algo de comida eran las crías de humanos y
los viejos. Los primeros se desprendían de parte de su merienda para poder jugar un rato con él y los viejos
con frecuencia llevaban en los bolsillos trozos de pan o caramelos. El can,
claro está, no sabía que el pan se llamaba pan ni los caramelos, caramelos.
Pero conocía su sabor y lo sustanciosos que eran para su estómago, siempre
escaso de alimentos.
Una tarde de primavera en la que no había encontrado ni un
mendrugo que llevarse a la boca, se tropezó con un humano viejo, que caminaba
arrastrando los pies y canturreando una canción con una sonrisa bobalicona a
flor de piel.
Avelino “el palizas” era un viejo borracho habitual de
aquella zona de la ciudad. Cuando era joven había trabajado de dependiente en
una tienda de ultramarinos y había soñado con conocer a alguna chica,
enamorarse y casarse con ella y tener una familia, como tenía la gente de orden
que él admiraba. Y esa fue su perdición, porque conoció a Carmina, la sobrina
del dueño de la tienda y se enamoró. Ella tonteó con él, dejó que la besara en
la trastienda y hasta que le acariciara los pechos metiendo la mano por debajo
de su blusa. Pero pronto lo cambió por Luis, un estudiante de medicina hijo de
un guardia civil y se olvidó de Avelino. porque Luis le tocaba los pechos con
más pericia que el otro y además tenía un porvenir más brillante.
Para olvidar, Avelino empezó a beber. Primero cuando salía
del trabajo y después incluso en el trabajo, a escondidas, en la trastienda
donde antes había manoseado a Carmina. Y como era previsible, el dueño de la
tienda terminó por despedirle.
Avelino tenía un vino triste, charlatán y melancólico por lo
que pronto lo conocieron con el sobrenombre de “el palizas” en todo el barrio.
Y así pasó la vida, a salto de mata, con trabajos residuales
que nunca le duraban mucho, pequeños hurtos que le habían llevado en alguna
ocasión a comisaría pero nunca a la cárcel, porque jamás usó la violencia para
cometerlos y eran delitos tan pequeños que los policías le soltaban para no
hacer tanto papeleo por tan poca cosa. Los más de los días pasaba hambre, pero
siempre encontraba la forma de beber vino peleón hasta la borrachera.
Dormía donde le sorprendía la noche, a cubierto en un portal
o si tenía suerte, en el recinto de un cajero bancario. Otras veces al aire y
al gua, titiritando y a veces llorando por la borrachera o la nostalgia. Con
sesenta años aparentaba ochenta y había tenido varias crisis que lo habían
llevado al borde de la muerte. Pero había sobrevivido y vuelto cada vez a las
andadas, con su hígado cirrótico, su salud siempre al borde del colapso, su
brick de vino peleón en el bolsillo del abrigo y su barba cubierta de mugre, de
babas y de vómito que hacían que la gente le diera una limosna solo para
quitarlo del medio, para alejarlo con su hedor de viejo sucio y borracho.
Al cruzarse con el perro recordó que llevaba un día entero
sin tomar nada sólido. Cuando el perro se arrimó a él, se agachó y le acarició
el cuello, buscando un posible collar de identificación que no encontró.
-
Vaya, parece que eres como yo, no tienes a nadie
que te quiera.
Se levantó dando un traspié y empezó a caminar hacía los
restos de una casa en ruinas donde llevaba durmiendo varios días. El animal lo
siguió.
-¿Cómo te llamas? – se quedó pensando un momento y soltó una
risita – Que tonterías digo, ni que me fueras a contestar.
Caminó varios pasos y le dijo:
-
Te llamaré chucho.
El chucho movió
el rabo, en señal de acuerdo.
Pasaron junto a un cubo de basura y Avelino rescató un pedazo
de pan duro que asomaba en una bolsa. Lo limpió con la manga del abrigo y le
dio un trozo al chucho, quedándose con el más grande.
-
Vaya, parece que me traes suerte, un trozo así
de pan no se encuentra todos los días.
El chucho parecía opinar lo mismo. Cuando llegaron a las
ruinas de la casa donde dormía, el can se sentó sobre los cuartos traseros
mientras roía los últimos restos del pan.
Avelino sonriendo, se acercó al chucho, que no receló de él
hasta que le vió coger un cuchillo de grandes dimensiones que el viejo guardaba
escondido entre las ruinas. Pero era demasiado tarde.
Aquella noche, por primera vez en mucho tiempo, el viejo cenó
carne. Carne de chucho.
3 Comentarios
Terrible. Doloroso. Estupendamente escrito con un final que rompe el alma y retrata la miseria humana, miseria en más de un sentido.
ResponderEliminarPura supervivencia en el cuarto mundo. Un mundo producto de una sociedad que ha fracasado, y gira la cara una y otra vez ante el problema.
ResponderEliminarEl concepto de fracaso navega de una u otra manera en casi todos mis relatos. Porque miro a mi alrededor y es lo que veo. Gracias por leerme
EliminarAgradeceré tus comentarios aquí