Sobre el blog

Historias alegres que parecen tristes, historias rancias en busca de unas gotas de modernidad, relatos ingenuos pero cargados de mala intención

FINAL FELIZ


FINAL FELIZ






Muy pronto tuve la impresión de que mi vida iba a ser un fracaso. Al principio, hasta que empecé en la escuela, no. Entonces yo era el rey de la casa, hijo único y tardío de un matrimonio que navegaba ya en el profundo aburrimiento de una pareja que, como todas, había perdido la ilusión justo a tiempo para comprar la convivencia con un piso de protección oficial, una hipoteca a veinte años y un coche de segunda mano.

Mi llegada fue una sorpresa cuando ya se habían rendido en el intento de perpetuar unos genes bastante prescindibles para el futuro de la raza humana. Imagino que un día, haciendo un amor plano y rutinario, un espermatozoide rebelde se adelantó a todos sus compañeros y fecundó un óvulo ya dispuesto a inmolarse como todos sus antecesores. Era el espermatozoide líder entre los millones de ellos que aquel día, en aquella eyaculación iniciaron una carrera que para todos fue una carrera suicida, menos para él. Siempre me pregunto si el líder dio como fruto este hombre gris, prematuramente atacado por la alopecia y un poco canijo que soy yo ¿Qué habría sido de mi vida si en vez de ser el líder el que fecundó el óvulo, hubiera sido uno de sus hermanos torpes, uno de los que murieron en el cuello uterino o el útero mientras buscaban un óvulo que nunca supieron encontrar?.

Pero después reflexiono y pienso que seguramente fue eso lo que pasó, que el espermatozoide listo se perdió por el camino y el torpe, sin saber cómo o porqué llegó a las trompas de Falopio y se encontró allí con el óvulo, que a falta de otra alternativa acabó aceptándolo, para toda la vida.

Sea como sea, a los ocho meses nací yo, una ruindad de bebé que tuvo que habitar una incubadora el primer mes de su vida. Aunque el nacimiento empezase mal, después las cosas mejoraron. Mis padres tenían miedo de perder lo que tanto les había costado fabricar y me consintieron durante los cinco primeros años de mi vida, hasta el día horrible en que me dejaron a la puerta de la escuela y marcharon visiblemente aliviados mientras yo miraba aterrorizado a aquella mujer de la verruga en el labio superior derecho, que sería mi maestra durante los dos años siguientes. Cuanto más me sonreía, más miedo me daba, porque yo estaba acostumbrado a que más bien me mirasen con pánico, con miedo a incumplir mis caprichos y tener que soportar mi venganza de lloros y gritos, que a mis padres les hacían claramente temblar. Pero aquella mujer no sentía pánico, me miraba llorar y sonreía dulcemente. Esa fue mi primera derrota.

La segunda se produjo cuando la señorita Isabel, así la llamaban todos, me condujo hasta una clase que era como una celda grande, llena de niños horribles, la mayoría más grandes que yo, que me miraron mal desde el principio. A mí también me cayeron mal, muchos tenían sendas de mocos sobre los labios que la señorita les limpiaba por turno y cuando traté de coger alguno de los juegos que había en la clase, me los arrebataron sin piedad y uno hasta me dio un puñetazo. A mí, nunca nadie me había quitado un juguete ni me había pegado. Lo miré con intención de vengarme, pero me sacaba media cabeza y me batí en retirada. Dos derrotas en el mismo día era más de lo que podía soportar, así que me meé en los pantalones y los demás se rieron. En aquella época, los niños no llevaban dodotis a clase. A los ricos los vestían con calzoncillos Abanderado y a los pobres con bragas de niña, que eran más baratas. Yo era de bragas.

Una vez leí que las personas inteligentes son las que mejor se adaptan a las situaciones sobrevenidas, por ejemplo, una persona inteligente en una situación absurda se mimetiza de absurdo y en una situación idiota se mimetiza de idiota. Sin duda debo tener algún grado de inteligencia, porque pronto entendí lo demencial de aquel sistema escolar y me mimeticé dentro del grupo de cachorros que iban a ser domesticados por la señorita Isabel. Traté de no sobresalir en ninguna faceta de la escuela ni tampoco de quedar retrasado del paso del rebaño. Me encogí en el centro del grupo y busqué pasar desapercibido.

Debí hacerlo bien, porque pasé la escuela primaria, la Educación Básica y llegué al instituto sin que nadie me molestase más de lo habitual. Hice que mis padres no pudieran sentirse orgullosos de mis resultados académicos, pero tampoco excesivamente decepcionados. Tenía algunos suspensos, pero los recuperaba en segunda o tercera convocatoria y siempre terminaba pasando de curso, seguramente porque a mis profesores los aburría lo suficiente para que no tuvieran interés en volver a verme al año siguiente.

En el instituto estaba integrado en el grupo que procedíamos del colegio público Miguel Hernández. Habíamos llegado hasta allí sin saber muy bien quien era Miguel Hernández, pero estoy seguro que alguno de los profesores tampoco lo sabía.

Por ejemplo, un día oí decir a Emilio “el gomas”, el profesor de gimnasia, que era el nombre  del alcalde que había construido el colegio. Es curioso que un profesor pueda ser tan ignorante, porque todo el mundo sabe que Miguel Hernández fue un futbolista del Real Madrid. A Emilio lo llamábamos el gomas, porque siempre que nos mandaba algún ejercicio, como saltar altura, longitud, correr los mil o cinco mil metros, al final siempre decía con su acento ligeramente gallego “yo hago más”. Con los años fue aplicando aféresis a la frase y solo entendíamos la última parte “go mas”.

El instituto incorporó una novedad a la vida de todos los estudiantes. Era mixto. Había chicos y chicas y si te fijabas veías las hormonas sobrevolando las clases.

Y claro, pasó lo que tenía que suceder. Poco a poco empezamos a lavarnos con más frecuencia, incluso a echarnos colonia antes de ir a clase y nos gustaba lucirnos como pavos reales delante de las chicas, que lucían sus faldas que se subían en el portal de casa para hacernos soñar con lo poco que escondían. También les gustaba llevar blusas apretadas que marcaban sus pechos incipientes. Algo, no sabíamos bien el qué, hacía que respirásemos de forma entrecortada cuando veíamos una blusa enmarcar uno de aquellos pezones juveniles. Por aquella época, todos empezamos a encerrarnos en el servicio durante los recreos y cuando por fin salíamos notábamos las piernas flojas y un arrebol nos inundaba las mejillas.

Todos y todas nos enamoramos en aquel primer curso del instituto. Yo me enamoré seis veces, pero ninguna pareció darse cuenta de mis desvelos.

Arturo, en cambio, tuvo varias novias más o menos formales y sonreía con suficiencia cuando los demás decíamos en voz baja lo que nos gustaría hacer con Luisa, con Aurora, con Covadonga o con cualquiera de las chicas de clase. Nos miraba y sonreía como dando a entender que él ya lo había hecho.

Ahora me doy cuenta de que todavía no había hablado de Arturo. Era el más alto del grupo, el que más gustaba a las chicas, tenía el pelo rizoso y las volvía locas cuando se alisaba el mechón que le caía sobre la frente. Era discreto en los estudios, pero sobresalía jugando al fútbol y en gimnasia. Siempre fue el líder natural del grupo.

Yo no tenía una gran relación con Arturo. A veces, cuando robaba a mi madre una moneda de cien pesetas, compraba tabaco rubio y si acertaba a estar cerca, le ofrecía con desenvoltura un cigarro, que el aceptaba como una dádiva merecida. Me miraba como se mira a un hermano pequeño y un poco tonto. Tienes que aceptarlo pero no merece la pena que pierdas mucho tiempo con él. Eso hizo que tuviera una cierta protección más supuesta que real, pero me permitía no tener tropiezos con el resto de aquella banda de energúmenos.

Cuando empezamos el segundo curso, después de un verano dedicado a estudiar matemáticas y lengua que había suspendido en Junio y que por los pelos conseguí aprobar en Septiembre, casi todos habíamos dejado de echarnos colonia por las mañanas, porque lo que se llevaba aquel año era ser un poco bruto y hasta mirar con suficiencia a las chicas. Ellas habían dejado de ponerse faldas cortas y ahora llevaban tejanos muy apretados que les marcaban las nalgas y la zona del monte de Venus. También a nosotros nos gustaba llevar pantalones apretados y algunos forraban la parte de la bragueta con más o menos maña, lo que daba lugar a no pocas bromas que a veces terminaban en peleas. El sexo empezó a ser más explícito y parecía que toda aquella tensión iba a explotar el cualquier momento.

Arturo, en el mes de Octubre, se hizo novio de Zulima, una morena exuberante con unos ojos cuya mirada prometía incendios de pasión. Nunca conocí a nadie cuyo nombre fuera menos adecuado para una chica, porque según leí en una revista Zulima significa “mujer pacífica”.

El romance duró hasta las vacaciones de Navidad y todos los días se podía ver a Zulima llevando a Arturo de la mano a la salida de clase, como se lleva a una res al matadero. Pero finalmente pasó lo inevitable, Arturo era el gallo del gallinero y tenía muchas pretendientes. Se supo que Zulima sospechó algo y finalmente lo sorprendió en el cine muy acaramelado con Nuria, una rubita de ojos soñadores que recibió un solemne bofetón de la otra. Arturo tuvo que conformarse con un escupitajo en la cara, que no era Zulima mujer para arrugarse ante nadie.

Así estaban las cosas cuando empezamos las clases después de la festividad de Reyes.

Zulima estaba enfadada con Arturo y miraba con ojos asesinos a Nuria. Nuria tenía miedo y Arturo quería salir de la bronca pero estaba encaprichado con Nuria, que le hacía mohines si veía a Zulima cerca de Arturo. Y mientras, todos mirábamos a las dos con ojos golosos y a Arturo con envidia insana. Para solucionar el embrollo hacía falta un tonto, un cabeza de turco que se comiese el marrón. Sin yo saberlo me eligieron a mí.

Arturo hizo correr el rumor de que le parecía que Zulima me miraba y que estaba celoso. Zulima tragó el anzuelo y decidió darle celos y en medio yo, como un tonto, cayéndome la baba y tonteando con la “mujer pacífica” y más orgulloso que un pavo real, menos cuando me cruzaba con Arturo, que me encogía y procuraba pasar desapercibido. Poco a poco todos los del grupo se fueron dando cuenta de la maniobra de Arturo y finalmente solo Zulima, que estaba demasiado enfadada y celosa para pensar con claridad y yo que nunca pensaba con claridad ignorábamos el juego. Así que un día invité a Zulima a ir al cine y ella aceptó. Fue una casualidad que Arturo y Nuria estuvieran también en el cine o puede que no fuera tanta casualidad, porque los domingos todos solíamos ir al cine y seguramente se había enterado de que los otros iban a ir a aquella sesión. Durante la película, Zulima me cogió la mano y a partir de allí ya no me enteré de que iba la película. Torpemente intenté progresar pero ella no me dejó besarla y me conformé con cogerle la mano, era más de lo que esperaba cuando entramos al cine.

  • Hola, que casualidad encontraros – al salir de la sala seguro que buscó la forma de coincidir con Arturo y Nuria. Yo estaba en la gloria y no sabía cómo bajar.

  • Hola. Sí, es casualidad. Teníamos gana de ver la película – dijo Arturo

  • El jueves lo comenté al salir de dibujo – dijo Nuria

  • Bueno, llevamos un poco de prisa – cortó Arturo

  • Pues adiós, tortolitos – remató Zulima con mala leche.

En cuanto desaparecieron, me soltó la mano y me dijo que marchaba para casa, que le dolía la cabeza. Siempre me llamó la atención que a las mujeres les duela la cabeza cuando necesitan buscar un pretexto para no hacer algo. Si fuera neurólogo haría un estudio profundo sobre el asunto.

Y así siguieron las cosas durante un par de semanas. Cuando estaban cerca Arturo o Nuria, Zulima se mostraba cariñosa pero cuando se alejaban se volvía esquiva.

Un día nos enteramos de que Arturo había dejado a Nuria y Zulima se mostró extrañamente feliz. Pero a la salida de clase lo vimos paseando con Nekane, una chica vasca que se había incorporado a clase en el segundo trimestre. Nekane, que era repetidora y la habían echado del colegio donde estudiaba anteriormente, tenía fama de chica dura, de “come hombres”.

Cuando salimos de clase, me emparejé con Zulima y intenté cogerle la mano. Me miró muy seria y me dio una bofetada que me dejó sin respiración, no tanto por la fuerza como por la sorpresa.

  • ¿Qué pasa? – acerté a decir.

  • ¿Tú eres tonto o que te pasa?

  • ¿Por qué me dices eso?

  • Solo salía contigo para darle celos a Arturo, pero ya veo que no le importo nada. Así que olvídame.

  • Zulima, a mí me gustas – yo era muy inocente en aquella época

  • Tú a mí no. Mírate al espejo, enano – y me dejó plantado.

Lo peor es que me dijo esto en medio del grupo, porque salíamos todos juntos de clase. Cuando marchó, acerté a decir para salvar la cara:

  • Bueno, que me quiten lo bailado – pero nadie creyó que hubiera bailado nada con Zulima.

Al mes siguiente, un día, Zulima me paró a la salida de clase y me pidió disculpas por lo que había dicho aquel día:

  • Es que me encontraba mal por lo de Arturo.

  • Claro y lo pagaste conmigo. Vete a la mierda.

Y marché rápidamente, no fuera a darme otra bofetada en medio del pasillo. Nunca más nos dirigimos la palabra.

Cuando algo más tarde me enteré que todo había sido organizado por Arturo para quitarse del medio a Zulima, no me atreví a enfrentarme con él, que era más fuerte y más alto que yo, pero no volví a ofrecerle tabaco.

Al terminar el instituto hice un módulo de Administrativo y empecé a trabajar. La mayoría de los compañeros y compañeras ingresaron en la Universidad, cada uno en la carrera que le gustaba o que les imponían los padres o las notas.

Por entonces ya conocía a Marta, que era un poco bizca y algo sosa, pero como sus ojos siempre miraban para otro sitio, se enamoró de los encantos que imaginó en mi y que nunca creo haber tenido. Era conserje en la Universidad y con el tiempo yo empecé a trabajar Ordenanza en la Consejería de Educación.

Por las tardes, si está mal tiempo y no podemos salir a dar un paseo, nos sentamos a ver la televisión y cada uno pensamos en nuestras cosas. Algún sábado, por la noche, hacemos un amor rutinario que nos descarga de tensiones para dos o tres semanas.

A veces reflexionamos que somos una pareja con suerte. Tenemos un trabajo seguro y una hipoteca que podemos pagar. Cuando en la calle alguien nos pide limosna, le damos veinte o treinta céntimos y nos sentimos afortunados.







 

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