Los primeros recuerdos de Ramira son del hospicio de niñas. Allí pasó los primeros años de su vida, hasta que terminó la escuela, empezó a trabajar y pudo independizarse. Se acuerda de las compañeras que fueron adoptadas por padres que tenían ganas de tener una hija pero no eran capaces de engendrarla por medios tradicionales. Pero a ella nunca la escogió ninguna de estas familias para llevarla a su casa a vivir con ellos, porque Ramira era muy fea de pequeña, tenía una piel oscura, entre agitanada y negra, pelo encrespado y piernas torcidas. Ninguna familia de buena posición quería a una niña como ella y las familias de mala posición ya tenían bastantes problemas en casa como para buscar otros fuera. Los pobres tenían, antes de la píldora, abundancia de hijos y solo los ricos se permitían ser estériles.
El nombre tampoco ayudaba ¿quién quiere tener una hija que se llame Ramira? y la voz chillona, un par de tonos por encima de lo que prescribe la buena educación, terminaba de rematar la faena. Cuando la enseñaban a una pareja de posibles adoptantes, estos le sonreían, a veces le daban un caramelo, pero ella veía que miraban a la monja que hacía las presentaciones y ponían cara de rechazo.
Ramira se crio cambiando de compañeras como otras cambian de vestido, porque unas llegaban y otras se iban, solo ella era la veterana. Esto la hizo extrovertida, con ganas de hacer amigas con las niñas que vivían en el hospicio y con expectación por conocer a los nuevos fichajes, como llamaban a las niñas que ingresaban.
A partir de los cinco años empezó a ser una hermana mayor o una madre pequeña para las nuevas, las ayudaba cuando llegaban y las despedía con un par de besos cuando se iban. Cada vez eran menos las que ingresaban, porque la difusión de la píldora y los preservativos hizo disminuir mucho esta población flotante.
Con el desarrollo, Ramira pasó de ser un patito feo a ser un hermoso cisne. Se le afinaron los rasgos de la cara, la piel cobró el atractivo tono de la miel, la mirada se le volvió seductora, las piernas se reafirmaron y los pechos aunque pequeños, se erguían a través de la blusa de manera atractiva. Varias parejas se interesaron por adoptarla, pero Ramira siempre se tropezaba con una mirada ávida del marido y un proyecto de mirada rencorosa por parte de la mujer.
Una vez, uno de estos pretendientes a padre putativo, le dijo mirándola con codicia:
- ¿Quién no querría ser padre de una niña como tú?
- Yo no querría – dijo Ramira, bajando la vista.
La mujer cogió a hombre por el brazo y lo arrastró fuera de la sala de la entrevista. Allí acabó el intento de adopción.
Ramira, cuando terminó la escuela, hizo un módulo de peluquería y pronto empezó a trabajar. Como era simpática y guapa, se arreglaba para hacer sentir a las clientas como si fueran de su misma condición, o sea simpáticas y guapas. La peluquería estaba en un barrio de clase trabajadora y la clientela en general, andaba por la cincuentena o más y si alguna vez habían sido atractivas, hacía años que ellas lo habían olvidado y que sus hombres ya no las miraban con deseo. Pero en la peluquería se sentían rejuvenecer cuando Ramira les decía:
- Déjate el pelo más largo, o más corto, o tíñelo, o déjate las canas – según los casos.
Y las mujeres se sentían cómplices de los consejos de aquella chica guapa y simpática. A los tres años de estar trabajando, la patrona decidió dejar el negocio de la tijera porque había encontrado a un novio mecánico que la quería retirar. Llegó a un acuerdo con Ramira y esta se comprometió a pagarle un traspaso a plazos a cambio de continuar con el establecimiento.
Alquiló un piso de dos habitaciones al que dio un aire coqueto e íntimo y entonces empezó a sentir que necesitaba a alguien que hiciera que sus noches fueran más cálidas y sus días más breves.
Tardó tres hijos y cinco años en aprender a evitar que cada pasión le supusiera un nuevo bautizo, pero estaba muy orgullosa de Baltasar, de Gaspar y de Melchor, aunque nunca supo explicar por qué les había puesto nombre de Reyes Magos, siendo ella una convencida republicana.
Rechazó casarse con los padres de las criaturas, porque sabía que el amor de los hombres tenía fecha de caducidad y prefería guardar un buen recuerdo antes que un rencor amargo.
Cuando alguien, llevado por la envidia o el despecho, le hacía notar que tenía tres hijos pero ningún marido, contestaba riéndose:
- Sí, es que tengo una teta boba, que cuando me la tocan ya no se resistirme.
Y si la envidiosa o el despechado le preguntaban:
- ¿Y cuál es tu teta boba?
Siempre decía con el mismo buen humor:
- A ti te lo voy a decir, para que lo cuentes por ahí.
Ramira no tenía una teta boba, tenía las dos y también otras partes de su cuerpo, porque no sabía ni quería resistir a un buen mozo que la pretendiera con educación y buenas formas. Se decía que tenía que recuperar todo el cariño que la vida le había negado en la infancia.
Pero el gran amor de Ramira eran sus tres hijos, tan altos, tan guapos, tan diferentes, pero todos tan buenos.
Baltasar es como su padre, mulato, de pelo rizoso y mirada alegre, siempre más dispuesto a soltar una risa que dejar caer una lágrima. Estaba dotado para el deporte, fue campeón de España de boxeo y regenta un gimnasio de su propiedad.
Gaspar es un pelirrojo serio y reflexivo, siempre estudiando o leyendo, pero también siempre dispuesto a hacer un favor a quien se lo pida. Estudió matemáticas y ejerció primero de profesor universitario y después de catedrático en una universidad inglesa. Gana mucho dinero con las quinielas, siguiendo un patrón matemático de su invención.
Melchor, el más joven, es gay, sensible, rubio de ojos azules y muy guapo. De temperamento artístico, triunfó como pintor. Le gusta la pintura figurativa, pero no desprecia los paisajes, las naturalezas muertas o los desnudos, preferentemente masculinos.
Cuando cumplió los sesenta y cinco años, tenía tres peluqueras trabajando en su negocio y seguía abriendo a las ocho de la mañana para hablar con las empleadas y tomar un café con ellas. Aunque ya trabajaba poco con las tijeras, porque la artrosis le había hecho perder la movilidad en las manos, era siempre la última que salía de la peluquería:
- Una buena patrona tiene que llegar la primera y marchar la última. Y las patronas no nos jubilamos – les decía a los hijos que la animaban a dejar ya el trabajo y marchar a vivir a un clima más favorable para las dolencias de huesos.
El día de su cumpleaños, los hijos le hicieron una fiesta a la que invitaron a los padres de los tres, las empleadas de la peluquería y las clientas de más antigüedad.
A los brindis, Baltasar, Gaspar y Melchor hablaron con mucho cariño de la madre, de cómo los había sacado adelante con su trabajo y cuanto amor les había dado y acabaron los cuatro soltando unas lágrimas de felicidad. Después pidieron a Ramira que dijese unas palabras.
Esta levantó su copa de sidra achampanada, miró con cariño de madre a los tres y sonriendo, sentenció:
- Si tardo un par de años más en aprender a no hacer niños en cada acostada, igual hubiera criado un Presidente de Gobierno.
Todos estuvieron de acuerdo en que podría haber sido así.
Imagen creada con IA
5 Comentarios
Interesante y entretenido relato, seguiré nuevas publicaciones. Un saludo desde ANTIGÜEDADES DEL MUNDO.
ResponderEliminarMuchas gracias por tus comentarios. Saludos
ResponderEliminarQuién sabe; quizás Ramira hubiera sido una gran gestionadora de los intereses del vulgo, de haber podido ejercer sus buenas artes en una posición de poder.
ResponderEliminarSeguro que hubiera tenido una gran empatía y hubiera gestionado con más equidad los intereses de la mayoría.
EliminarMuy bueno 👏👏
ResponderEliminarAgradeceré tus comentarios aquí